Muchas historias empiezan, acaban o transcurren en un viaje. Desde La Odisea y La Divina Comedia a El Quijote pasando por el Lazarillo, la metáfora del camino sirve para contar la vida de los seres humanos, incluso la de quienes no se movieron nunca del sitio en el que nacieron.
Antonio Muñoz Molina, uno de los escritores en lengua española más reconocidos, es un buen ejemplo de esa relación estrecha entre la palabra y el viaje como motor y razón de ser de la vida de personajes y personas. El Jinete Polaco es la historia de su propia familia a lo largo de varias generaciones. El invierno en Lisboa la del músico de jazz que persigue el amor a lomos de un piano. El viento de la luna es la crónica del final del franquismo con la llegada del hombre al satélite como hilo argumental. Pero es Sefarad, publicada en 2001, la obra que mejor exprime el tránsito como modo de vida. Es una novela compuesta por varias historias formalmente inconexas que el autor califica de “una enciclopedia de los exilios posibles”.
Sefarad es la patria lejana de los judíos expulsados en el siglo XV. Hay disparidad de cifras entre quienes han estudiado la salida de los hebreos de Castilla en 1492 que van desde los 300.000 que indicaba Isaac Abravanel, coetáneo de los acontecimientos, al medio millón que se instaló como cifra habitual en épocas más recientes. En ese momento no había censos ni se tomó nota de los que partían. Nunca sabremos cuántos se fueron.
Lo que si nos consta es que muchos de quienes se marcharon adoptaron como nombre familiar el toponímico de las ciudades que les vieron partir: Toledano, Sevillano, Zamora, Ávila. Y también Béjar, Bejarano y todas las derivaciones que los apellidos sufrieron con el paso del tiempo y la adaptación a otras gramáticas (Behar, Becerano, Bicerano, Bidjarano y otras).
La historia del rabino Haim Bejarano es también la de un viaje. La del suyo propio, que comenzó en la actual Bulgaria y terminó en Estambul, y la de cada uno de los judíos sefarditas que siguen hablando hoy en ladino o judeo español.
Nació en Stara Zagora en el año 1850, hijo de Moshe Bejarano y Kalo Baruch. Se crió con su abuelo materno en Palevna, donde se inició en el estudio de las Sagradas Escrituras. A los 17 años ya era rabino en Rusjuk Varna, al tiempo que estudiaba inglés, francés, italiano y alemán, que completaría con el turco, árabe, hebreo, armenio, rumano, búlgaro y judeoespañol. Trabajó como profesor de hebreo en la escuela de la Alianza Israelita de Ruse. Y tras la muerte de su madre se instala en Bucarest, donde ejerció como dayyan (juez para asuntos relacionados con la religión) y como intérprete para el Ministerio de Asuntos Exteriores. En esa época tuvo relación con Isabel de Wied reina consorte de Rumanía, que apreciaba sus conocimientos en literatura y filosofía y que fue autora de varios trabajos literarios con el seudónimo de Carmen Sylva.
Su actividad intelectual rivalizó con su carrera religiosa. Fue uno de los fundadores de Hovevey Zion, una organización internacional creada en el Este de Europa para combatir la represión rusa sobre los judíos, que le llevó a tener relación por correspondencia con algunos de los más importantes impulsores del sionismo del final del XIX como Theodor Herzel, Max Nordow y Ben-Yehuda.
Haim (o Henri, como gustaban de llamarle los intelectuales occidentales) Bejarano (o Bedjarano, Bedjerano, Bidjarano y Bijarano, que así podemos encontrar escrito su apellido) era un enamorado y activo defensor de la cultura sefardita. Habitual articulista en periódicos impresos en judeoespañol como Tiligrafo y El Tiempo, pero también en prensa española, entre 1903 y 1913 recopiló por escrito unos 3.600 refranes y proverbios habituales de los sefardíes.
Se casó con una mujer llamada Reyna Asa y tuvieron ocho hijos, cinco mujeres y tres varones: Marin, Severe, Jacques, Bucka, Rosa, Rahel, Diamanti, y Bellina.
La guerra entre Bulgaria y Turquía le sorprendió en 1912 como rabino en Andrianópolis (actual Edirne, en Turquía) y durante el enfrentamiento y conquista de la ciudad por el ejército búlgaro contribuyó a mantener segura a su comunidad.
Bejarano alcanzó la máxima dignidad religiosa en 1920, cuando fue nombrado Gran Rabino de Turquía, cargo que le permitió conocer y tratar al último sultán de aquella nación, Mehmet VI, y al joven general que modernizó el país, Mustafa Kemal, Atatürk. Precisamente bajo el mandado de este Turquía vivió un proceso de secularización que afectó también a los judíos, que se vieron expuestos con frecuencia al hostigamiento de los medios afines al poder, como cuando les acusaron de ponerse a las órdenes del Gobierno de España por escribir una carta de adhesión a un homenaje a Cristóbal Colón.
Su interés por España y por la cultura de sus ancestros le llevó a contactar con destacados intelectuales españoles a comienzos del siglo XX. Todo comenzó tras conocer al doctor Ángel Pulido, médico y senador vitalicio español que visitó las comunidades sefarditas del entorno del Danubio en 1903. Fascinado por la preservación del idioma y la cultura de aquellos judíos que le hablaban con ecos del siglo XV, Pulido dedicó el resto de su vida a ejercer de defensor de aquellos compatriotas expatriados, a los que admiraba y a quienes presentaba al rey Alfonso XIII como potenciales socios comerciales de España en todo el arco mediterráneo.
De la mano de Pulido, Haim Bejarano, a quien el español se dirige en sus escritos como Enrique, se incorporó a la Real Academia de la Lengua y tomó contacto con personajes de la talla de Menéndez Pidal y Unamuno.
Con el rector de Salamanca tuvo una relación epistolar de la que se conserva un pequeño recuerdo en la biblioteca personal del bilbaíno. Se trata de dos cartas autógrafas enviadas por el rabino a Unamuno en el año 1904, cuando el joven catedrático de Griego hacía ya cuatro que dirigía la Universidad de Salamanca.
La primera misiva tiene fecha del cuatro de abril, escrita a mano sobre papel cuadriculado con una pulcra caligrafía en un castellano excelente, en el que el que se dirige a Unamuno como “Muy ilustre, sabio y querido señor mío”.
Se trata de la respuesta a una carta del rector enviada un mes antes y de la que Bejarano le agradece “la grande simpatía que usted manifiesta por mis hermanos de Oriente y por mi humilde y obscura persona”.
Le habla Bejarano al rector sobre su trabajo de recopilación de refranes, de los que dice llevar ya más de 2.000 editados, y de cómo le sorprende saber que en España muchos de ellos han perdido el sentido original que se mantiene entre los sefarditas: “Es maravilloso de ver cuántas de ellas que parecen haber pierdido el origen de la primera acepción en España se halla aquí en Oriente en boca del vulgo”.
También le indica que le hace llegar algunos libros editados en judeo español, como El tratado de Aboth “que le envío con traducción española y caracteres cuadrados se lee en el Templo en cada Sabath de las seis semanas que siguen la Pascua en el idioma español y se explica”. No se conserva el rastro de ninguno de esos libros en la biblioteca de Unamuno.
La segunda comunicación, del 29 se septiembre del mismo año, es una tarjeta postal en la que el texto aparece apiñado y donde le informa de que ha tenido acceso a parte de un discurso de Unamuno pronunciado en Gijón del que le pide copia íntegra. También le cuenta que está enfermo y le pregunta si ha recibido los libros en judeo español que le envió para, en caso contrario, “reclamarle a la posta”.
Acompaña este segundo texto una tarjeta de visita en francés en la que se presenta como miembro de organizaciones académicas de Francia e Italia.
Bejarano pasó gran parte de su vida luchando por preservar y engrandecer la cultura sefardita y su idioma, tratando de fortalecer su presencia en los países del Este de Europa y en Oriente Medio a través de sus contactos con España, intentando contrarrestar de esa manera que la pujanza del francés y de las lenguas locales acabaran con el ladino.
Murió en 1931, a los 81 años, y está enterrado en el Cementerio Judío Arnavutkoy de Estambul. Una de sus hijas dijo de él: “Fue amigo de sultanes, del último califa y de Ataturk. El mundo lo admiró aclamándolo, y se hizo un lugar entre la gente culta. De enorme memoria, supo combinar la cultura occidental con los tesoros de la cultura del Este. Inclinado al perfeccionismo, pero de una profunda humildad y gran modestia”.
El lector que haya llegado hasta aquí se estará preguntando por el viaje que titula el texto. ¿Cuándo vino el insigne rabino y hebraísta a Béjar? ¿Con quién se entrevistó? ¿Qué recuerdos dejó por escrito?
Decía al comienzo que la literatura utiliza los viajes como recurso narrativo para contar una historia. El de Haim Bejarano es uno de esos viajes que solo se hacen con la imaginación y con el deseo. Nunca estuvo en España, y por supuesto no pisó Béjar, pero sentía un profundo cariño y respeto por la que él llamaba a menudo su patria. Se lo decía a Unamuno en su carta: “No sé cómo combatir esta nostalgia de cuatro siglos! Sería yo, le aseguro, el más infeliz mortal si yo morire con este arranco del alma de reveer la madre patria de España donde yacen las cenizas de mis padres!”.
Así que perdonen este truco de periodista trilero que les ha traído hasta aquí para que conozcan la vida de un ilustre paisano que no nació en Béjar. La del primo lejano de nuestros Bejarano, que murió rezando en la lengua ladina que le entregaron sus padres como un regalo de siglos que le conecta con todos nosotros.
En sus cartas a Unamuno su memoria se quedó a escasos 70 kilómetros de ese cementerio en el que moran sus antepasados (del que por cierto, ignoramos su ubicación). Si existe la justicia poética, déjenme soñar con que este artículo le ha traído hoy hasta nosotros y que, después de conocer algo de su vida, podemos decirle:
Enrique, bienvenido a tu casa.
IGNACIO COLL TELLECHEA Secretario del Patronato de la Fundación Museo David Melul de Béjar.
Texto publicado originalmente en la ‘Revista de Fiestas y Ferias’ de la Cámara de Comercio de Béjar. Septiembre de 2016